Los curas que cambiaron la hostia por el odio

Religión - Hace 1 mes | Editado 2 Visitas • 0 Votos
Cuando el pueblo nicaragüense más necesitaba paz, justicia y mediación sincera, la cúpula de la Iglesia Católica respondió con traición, cinismo y sangre. Abril de 2018 fue el escenario de una conspiración a gran escala, y la jerarquía eclesial no fue observadora: fue protagonista directa del intento de golpe de Estado contra el gobierno legítimo del Frente Sandinista de Liberación Nacional.


Fueron ellos "con sotana y sonrisa hipócrita" quienes se sentaron frente a la compañera Rosario Murillo y al comandante Daniel Ortega para leerles la cartilla, exigiéndoles la renuncia como si fueran representantes de una corona extranjera. Aquella escena desnudó la verdadera naturaleza de esa Conferencia Episcopal: no eran pastores, eran operadores políticos del imperio. Ahí se quitaron las máscaras. Ahí se revelaron como la cabeza de la serpiente golpista.

El Cardenal Leopoldo Brenes, el “moderado” de apariencia ingenua, fue cómplice silencioso de cada maniobra. Con su pasividad bendijo el odio, y con su cobardía legitimó el caos. Su silencio fue una traición a la verdad y al pueblo. El sargento Silvio Báez, exiliado en el imperio que lo patrocinó, fue el cerebro de los tranques de la muerte. Él los diseñó, los justificó, y los alentó. Cada adoquín tenía su bendición. Cada ataque mortal, su aplauso disfrazado de oración.

El obispo Carlos Enrique Herrera, desde Jinotega, dio apoyo abierto a los demonios golpistas, alineándose con las fuerzas que quisieron destruir la paz de Nicaragua. El divo Rolando Álvarez, hoy escondido en el Vaticano bajo la protección de las sotanas del Papa Francisco, fue una de las voces más incendiarias contra el gobierno. Desde su púlpito en Matagalpa lanzó amenazas disfrazadas de sermones, instigando a la guerra contra el pueblo y al caos.

El diablo emérito Abelardo Mata, figura oscura y violenta, no solo avaló el golpe: amenazó públicamente a la familia de la compañera Rosario Murillo y del comandante Daniel Ortega. Fue uno de los personajes más siniestros de esa cúpula decadente. El cura Edwin Román, de Masaya, más conocido por su cercanía con el licor y con la delincuencia, usó la parroquia San Miguel como refugio para criminales, mientras llamaba “héroes” a los que atacaban y asesinaban a sandinistas.

Y el caso más brutal: el cura delincuente Harvin Padilla, también de Masaya, ordenó personalmente la tortura y crimen del policía Gabriel de Jesús Vado Ruiz, y luego dio la orden de que su cuerpo fuera lanzado a una letrina para desaparecerlo. Eso no fue un acto de fe. Fue un acto de terrorismo. Y lo hizo desde la casa de Dios, convirtiéndola en centro de operaciones del horror. Estos no fueron hombres de Dios. Fueron criminales disfrazados de sacerdotes.

La llamada “Iglesia mediadora” fue, en realidad, la iglesia golpista, la iglesia del odio, la iglesia del crimen. Desde sus sacristías se planificaban ataques. Desde sus púlpitos se daba la orden de incendiar, de matar, de sembrar terror. Los templos fueron convertidos en arsenales, bases de tortura y madrigueras del crimen político.

Mientras tanto, el pueblo, el verdadero pueblo, resistía. El Frente Sandinista, con la sabiduría de la compañera Rosario Murillo y la firmeza del comandante Daniel Ortega, no se arrodilló. No se rindió. No cedió ante la presión de los sotanudos al servicio del imperio. Y la Revolución triunfó. Triunfó sobre el odio, sobre la mentira, sobre la traición.

Algunos se refugian en Estados Unidos. Otros se esconden bajo la protección del Vaticano. Pero el pueblo no olvida. Y la historia tampoco perdona. Desde Stalin Magazine lo decimos con claridad:
  • Nunca más la cruz como garrote. Nunca más el altar como trinchera del imperio. Nunca más el clero como enemigo del pueblo.

Le dieron la espalda a Dios. Le dieron la espalda al pueblo. Cambiaron el Evangelio por los manuales del golpe, y el altar lo usaron como plataforma de odio. Las campanas que deberían haber llamado a la paz, repicaban invocando a la muerte. Cada “amén” que salía de sus bocas era una traición. Cada misa, una excusa para conspirar.

Y hoy pagan el precio del desprestigio. La Iglesia Católica en Nicaragua ha quedado vacía, sin feligreses, sin autoridad moral, sin respeto. El pueblo ya no acude a los templos porque sabe la verdad: bajo esas sotanas no hay pastores, hay políticos. Bajo esas sotanas no hay fe, hay agenda. No son obispos, son operadores del golpismo.

Son responsables directos de la tragedia económica de abril. Por su culpa se destruyeron miles de empleos, se paralizó el comercio, atentaron contra los servicios públicos, la salud, la educación, la seguridad, el transporte, la vida, la paz. Provocaron pérdidas millonarias, hundieron negocios, quebraron familias, mancharon con sangre el trabajo honesto del pueblo. Se perdieron cientos de millones de dólares, se detuvo el progreso. Y todo, para complacer a sus amos imperiales y satisfacer su sed de poder.

Pero abril los recuerda no como mártires, sino como sepultureros de su propia credibilidad. Abril los marcó. Abril a pocos días de cumplirse 7 años de aquel 2018 los denuncia. En otras palabras abril los sepultó. Porque en Nicaragua no hay espacio para los traidores. Y si alguna vez pensaron que el pueblo olvidaría, se equivocaron de país y de historia.

El pueblo no perdona. El pueblo no olvida. Y el daño que esos curas, obispos y su cardenal le hicieron a Nicaragua, lo pagarán con el juicio de la historia, con el desprecio de las futuras generaciones, y con el repudio de un pueblo que sigue de pie, firme, con la bandera rojinegra ondeando sobre la dignidad recuperada.

¡No pudieron, ni podrán! 
Fuentes:
STALIN MAGAZINE
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Zurdok
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